“Nunca te avergüences
de preguntar lo que no sabes o de reclamar aclaraciones sobre aquello que no comprendes, cariño. La ‘profe’
está para explicártelo, para ayudarte a aprender”. Algo así le decía yo – y
no era la primera vez –, a mi hijo hace unos días aprovechando el inicio del
nuevo curso escolar. Porque, en ocasiones, cuando somos niños, – o no tan niños
–, nos encontramos un tanto acomplejados, sentimos cierto temor a hacer el
ridículo, a preguntar tonterías. Damos por sentado de que todos los demás,
nuestros compañeros, o son más listos que nosotros, o ya tienen el tema en
cuestión totalmente dominado. Aunque solo sea inconscientemente, suponemos que seremos
el hazmerreir de toda la clase.
Esta pequeña conversación con mi hijo contribuyó, sin lugar a dudas, a que me viera invadido por una profunda reflexión, recordando con ello, otros tiempos. Otros tiempos, desde luego, añorados, pero, muy gratos y colmados de amplios y bonitos recuerdos. Me estoy refiriendo a mi época de bachiller. Los estudiantes, por aquel entonces, no siempre atentos a las explicaciones, – quizás por una absoluta falta de motivación -, adoptábamos en el aula, según cada cual, actitudes muy dispares a la hora de encontrarnos medio perdidos, perdidos del todo o de no ser capaces de seguir correctamente las explicaciones que se nos daban.
Con objeto de que alguien excesivamente sensible no me malinterprete, a lo largo de la presente entrada, utilizo el género masculino, - para alumnos y para profesores -, a pesar de lo cual, evidentemente, estoy aludiendo, tanto a “ellas” como a “ellos”. Por otra parte, no es mi intención que nadie se sienta ofendido y mucho menos aludido con mis palabras.
Según mi percepción en aquel momento, clasificaría a los alumnos en cuatro grupos – todos ellos bien diferenciados -, según su actitud ante la comprensión o no de una determinada explicación por parte de los docentes:
Esta pequeña conversación con mi hijo contribuyó, sin lugar a dudas, a que me viera invadido por una profunda reflexión, recordando con ello, otros tiempos. Otros tiempos, desde luego, añorados, pero, muy gratos y colmados de amplios y bonitos recuerdos. Me estoy refiriendo a mi época de bachiller. Los estudiantes, por aquel entonces, no siempre atentos a las explicaciones, – quizás por una absoluta falta de motivación -, adoptábamos en el aula, según cada cual, actitudes muy dispares a la hora de encontrarnos medio perdidos, perdidos del todo o de no ser capaces de seguir correctamente las explicaciones que se nos daban.
Con objeto de que alguien excesivamente sensible no me malinterprete, a lo largo de la presente entrada, utilizo el género masculino, - para alumnos y para profesores -, a pesar de lo cual, evidentemente, estoy aludiendo, tanto a “ellas” como a “ellos”. Por otra parte, no es mi intención que nadie se sienta ofendido y mucho menos aludido con mis palabras.
Según mi percepción en aquel momento, clasificaría a los alumnos en cuatro grupos – todos ellos bien diferenciados -, según su actitud ante la comprensión o no de una determinada explicación por parte de los docentes:
- El grupo de los cohibidos, es decir, aquellos que, fundamentalmente por vergüenza o por el miedo al ridículo, casi siempre se callaban, a pesar de no enterarse de nada o de muy poco. En este grupo he de reconocer que me encontraba yo, aunque, los años me han enseñado a hacer justo lo contrario. Si no entiendo, lo pregunto, sea lo que sea, sin ningún tipo de miedo ni rubor. Y, si a alguien le extraña mi cuestión, ese es su problema, no el mío. No le doy la menor importancia. Solo la justa.
- El grupo de los avispados, o sea, el de los que se comportaban justo de la forma contraria a los anteriores. Si no comprendían algo, lo preguntaban. Incluso, en ocasiones, se permitían indagar un poco más y profundizar en el tema que se estuviese tratando. Esta sería, creo yo, la actitud más acertada, la más inteligente y provechosa, como estudiantes que éramos.
- El siguiente grupo correspondería al de los interesantes. Aquellos que, habiéndolo comprendido o no, siempre tenían preguntas que hacer. No necesariamente para saber más, para aprender. Tan solo, para llamar la atención, para hacerse notar. Incluso, conocedores de que eso agradaría al profesor, de este modo, le hacían un poco la pelota.
- El último de los grupos, - sin duda el menos numeroso-, el de los pasotas. En él se podrían encuadrar aquellos que estaban allí porque sí, para pasar el rato. Les daba igual ocho que ochenta. Era divertido preguntar e incordiar, lo que fuese. Así se hacía uno el gracioso y seguro que eso podría agradar a las chicas y les podría gustar. Incluso, si era posible poner en un aprieto al "profe" con alguna cuestión que no tuviese preparada, mejor que mejor.
Termino ya con una pequeña anécdota
personal. Intentaré ser claro y lo más breve posible. ¿Alguien se ha sentido en alguna ocasión tremendamente mal, …fatal,
diría yo, por una desafortunada metedura de pata?. ¿Alguien ha dicho o
preguntado tal estupidez – rallando lo absurdo -, que, aunque solo fuese por un pequeñísimo instante, deseó que la tierra le
tragase de forma inmediata?. He de reconocer que a mí me sucedió, os lo aseguro. Me he sentido de ese modo. Aconteció que estábamos cursando 2º ó 3º de BUP. Nuestro profesor de Lengua y Literatura –un gran hombre, como educador y como persona –, se encontraba
inmerso en una determinada explicación. Aunque no recuerdo claramente el asunto
que trataba, puede que fuese sobre los autores que componían la llamada
Generación del 27.
Pues bien, en un preciso momento, atento como estaba yo a lo que él nos decía, tuve la genial ocurrencia de pensar, ...de pensar demasiado, y creí que debía hacerle la pregunta del siglo, aquella que ni él, ni los demás compañeros, se podrían imaginar jamás que haría, aquella que, tal vez, con la señora fortuna como aliada, podría llegar a convertirme en un auténtico héroe. Por lo tanto, me armé de valor y la solté: “ en aquella época (a la que se estaba refiriendo y de cuyos autores nos estaba hablando) - dije -, ¿que tendencias literarias se estaban siguiendo al otro lado del mundo, en países orientales como China o Japón?. ¿Quiénes eran los autores más conocidos y cómo se llamaban? “. ¡Lo que faltaba, Paco!. Aún no había terminado bien de formular tal memez, cuando comencé a darme cuenta de en qué me estaba metiendo. Ya no nos bastaba con estudiar escritores españoles y algún que otro europeo, sino que teníamos que conocer también los de grandes países, aquellos que contaban con un número increíble de habitantes por kilómetro cuadrado, por lo que era de suponer que, entre tanta gente, la cantidad de escritores, pudiera ser que fuese más que considerable. ¿...Y sus nombres?. ¿Que haríamos con los nombres de cada uno de ellos?. A ver quién era el guapo que se atrevía a pronunciarlos dos veces seguidas sin equivocarse.
Recuerdo que este buen hombre me contestó siguiendo el método de los políticos, es decir, se mantuvo un buen rato hablando pero saliéndose por las ramas, sin dar respuesta alguna a lo que realmente le había preguntando. No era para menos. Supongo que de la impresión recibida tras la famosa preguntita, se quedaría totalmente descolocado y fuera de lugar.
En fin, nada más por el momento. Os agradezco mucho vuestra visita a este blog y en los próximos días estará publicada una nueva entrada que, espero, despierte un poquito de curiosidad en vosotros. Esa es mi intención: divertirme planificándola y redactándola, además de que a alguien le parezca ciertamente interesante. Muchas gracias de nuevo y hasta una próxima ocasión.
Quizás tambien te pueda interesar mi anterior entrada: 113. CON ASOMBRO, VIVIENDO LO PEQUEÑO
Pues bien, en un preciso momento, atento como estaba yo a lo que él nos decía, tuve la genial ocurrencia de pensar, ...de pensar demasiado, y creí que debía hacerle la pregunta del siglo, aquella que ni él, ni los demás compañeros, se podrían imaginar jamás que haría, aquella que, tal vez, con la señora fortuna como aliada, podría llegar a convertirme en un auténtico héroe. Por lo tanto, me armé de valor y la solté: “ en aquella época (a la que se estaba refiriendo y de cuyos autores nos estaba hablando) - dije -, ¿que tendencias literarias se estaban siguiendo al otro lado del mundo, en países orientales como China o Japón?. ¿Quiénes eran los autores más conocidos y cómo se llamaban? “. ¡Lo que faltaba, Paco!. Aún no había terminado bien de formular tal memez, cuando comencé a darme cuenta de en qué me estaba metiendo. Ya no nos bastaba con estudiar escritores españoles y algún que otro europeo, sino que teníamos que conocer también los de grandes países, aquellos que contaban con un número increíble de habitantes por kilómetro cuadrado, por lo que era de suponer que, entre tanta gente, la cantidad de escritores, pudiera ser que fuese más que considerable. ¿...Y sus nombres?. ¿Que haríamos con los nombres de cada uno de ellos?. A ver quién era el guapo que se atrevía a pronunciarlos dos veces seguidas sin equivocarse.
Recuerdo que este buen hombre me contestó siguiendo el método de los políticos, es decir, se mantuvo un buen rato hablando pero saliéndose por las ramas, sin dar respuesta alguna a lo que realmente le había preguntando. No era para menos. Supongo que de la impresión recibida tras la famosa preguntita, se quedaría totalmente descolocado y fuera de lugar.
En fin, nada más por el momento. Os agradezco mucho vuestra visita a este blog y en los próximos días estará publicada una nueva entrada que, espero, despierte un poquito de curiosidad en vosotros. Esa es mi intención: divertirme planificándola y redactándola, además de que a alguien le parezca ciertamente interesante. Muchas gracias de nuevo y hasta una próxima ocasión.
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Paco Fernández