Continuando con el tema que me ocupó la anterior publicación, pretendo aquí comentar lo que podemos llegar a idear unos adolescentes, con unos momentos de ocio, sin saber qué hacer y que, en ocasiones, puede tener un desastroso final pero que, a esa edad, simplemente lo haces porque “ mola “, te apetece y te divierte. No piensas en la posibilidad de que tenga unas consecuencias nada deseables.
El Artesano |
Recuerdo muy bien que en aquella época, ( ¡ bendita época ! ), que pasé en el Instituto de Tapia de Casariego, durante un tiempo, posiblemente en segundo curso, solíamos acudir en el recreo al Bar El Artesano, situado a pocos metros de la playa a jugar al futbolín. Por cierto que era un futbolín que estaba muy bien, nos gustaba mucho porque era de estos que los cubre un plástico muy grueso, de forma que las bolas daban en él y no salían disparadas, como en otros, de los que la bola te cae al suelo, va rebotando y dando grandes saltos ( como riéndose de ti ), teniendo tú, al final, que ir a recogerla, eso dalo por seguro, al rincón más escondido y más apartado del local, debajo de una mesa o unas estanterías. Eso, si no se te cuela por entre la gente y va a dar justamente a donde está la puerta y, fíjate tú, qué casualidad, que está abierta, terminado, por lo tanto, en la calle.
Mientras jugábamos unas partidas, en el mismo local, había una máquina de discos, de esas que ahora sólo se ven en algunas películas de época, donde echas una moneda, pulsas una tecla eligiendo la canción y en pocos segundos, se pone en posición el disco escogido y este comienza a sonar. En aquellos tiempos el tema que, quizás, más veces seleccionábamos era “ Lady Laura “ de Roberto Carlos, muy de moda por aquel entonces. ¡ Como me gusta recordar aquellos tiempos tan estupendos !.
… ¡ Bueno, a ver si me centro !... A lo que voy. Lo que en esta ocasión, de lo que quiero dejar constancia, es de algo que hacíamos algunas veces después de jugar unas partidas en el Artesano.
En la parte de atrás del bar, a pocos metros, y detrás de un camino que llevaba al centro del pueblo, había un “ prado “, un campo con una inclinación muy pronunciada que terminaba casi en la arena de la playa. En él, sobre todo en invierno, debido a las lluvias y a la humedad, la hierba solía crecer y estar de un color verde fantástico.
Era aquí pero con más pendiente |
Pues bien, el caso es que nuestra diversión consistía en bajar el prado corriendo. Pero, ¿qué pasaba?. … Debido a la gran cuesta, tan inclinada, cuando uno comenzaba a bajar, todo iba bien, pero conforme se recorrían unos metros, debido, sobre todo al peso del cuerpo y a la ley de la gravedad, la velocidad aumentaba muchísimo con lo cual llegaba un momento que las piernas, al moverse, no eran tan rápidas como lo que requería aquella velocidad casi supersónica. Resultado, … pues que, por supuesto, caíamos, normalmente en plancha, de bruces, e íbamos resbalando por la hierba, a menudo boca abajo, hasta que se terminaba la cuesta. En esa bajada, en que nos arrastrábamos, nuestros pantalones y nuestra ropa quedaba impregnada de trozos de hierba y a veces tierra dejando en ella un tono color verdoso. De todas formas, no pasaba nada porque lo sucio siempre se lava y ya está. Quizás, por aquel entonces, las casas que tenían lavadora eran las menos pero, si no la había, mamá lavaba la ropa estupendamente. ¡ Bravo por mamá !. Si se rompía un pantalón, tampoco era problema porque se compraba otro.
… Y, lo mejor faltaba por llegar. Al alcanzar la “ meta “, ¡ qué bueno !, todos los demás que habían contemplado la aventura se reían y aplaudían al protagonista.
Por último, ¡ qué pena !. La hora del recreo se estaba terminando. Había que volver a clase. Porque, eso sí, nosotros, el grupo, nunca “ piraba “. En eso, sí que éramos muy responsables. Siempre asistíamos a clase. Las diversiones siempre era durante el recreo o el tiempo libre que teníamos entre la comida y el comienzo de las clases de la tarde.
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Paco Fernández